
Ató los cabos al puerto, echó a andar. Puso cada pie en un tablón sin pisar las ranuras para ver el mar que cada uno de los listones dejaba entrever. Quizás le daba tiempo a verse en él, o a lo mejor veía sólo la parte que quería observar. Pero se le hizo como un juego. En unos instantes sus cosas -tanto gozos como desazones- intercambiaron su lucha entre primero el sol adormilado a luego la luna activa. Los rayos del sol desaparecieron rendidos con llantos para dar paso a los destellos lunares con ganas de arrasar todo a su paso.
Mis gozos vencieron, pero contra la perla blanca poco pudieron hacer, desazones al fin se hicieron. Ella no sólo contaba con sus atisbos, sino también con el manto negro que cubre lúgubre las peores pesadumbres. Qué podía hacer sino caer rendida, rendida por las rendijas de los tablones y huir, huir a la sal del mar que me une con los granos de arena y el aire del viento; camino por el que llegaré al sol y firmaré un pacto con él para el segundo asalto que juro volver a entrelazar contra la perla blanca.
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